miércoles, 7 de octubre de 2009

El riesgo de hablar de enfermedades en el trabajo

"En aquella época, no nos lo pensábamos dos veces: era el control médico que todos teníamos que pasar antes de incorporarnos al mercado laboral. No nos planteábamos si nuestra salud era de la incumbencia de la empresa o qué tenía que ver ésta con nuestra capacidad para escribir un artículo sobre los beneficios de una compañía."

Publicado el 06-10-2009 , por Lucy Kellaway


Una mañana de invierno de hace veinticuatro años, concerté una cita con un hombre de edad avanzada en un local cercano a la catedral de San Pablo. Me hizo tumbarme en una camilla, me dio unos leves golpecitos en las rodillas con un martillo de goma y echó un vistazo a mis amígdalas.


Posteriormente, me examinó los oídos con una pequeña luz, escuchó el ritmo cardiaco con un aparato de metal y presionó mi estómago con los dedos. De haber sido hombre, habría sufrido la humillación de tener que bajarme los pantalones para que el médico pudiera también examinar los testículos.


En aquella época, no nos lo pensábamos dos veces: era el control médico que todos teníamos que pasar antes de incorporarnos al mercado laboral. No nos planteábamos si nuestra salud era de la incumbencia de la empresa o qué tenía que ver ésta con nuestra capacidad para escribir un artículo sobre los beneficios de una compañía.


Eran otros tiempos. Dábamos por hecho que nuestro historial médico era confidencial, como también entendíamos que, si las pruebas hubieran detectado algo extraño, (lo que rara vez ocurría dado el carácter superficial de las mismas) nuestros superiores tendrían el derecho a no contratarnos.


Hoy en día, la relación entre nuestra salud y nuestro empleo es mucho más turbia, hasta el punto de que ninguno de nosotros parece entenderla. La semana pasada, el periodista Andrew Marr preguntó al primer ministro si tomaba pastillas para aliviar las tensiones del puesto, lo que provocó un verdadero escándalo.


Los espectadores se dirigieron a la BBC para lamentar la intromisión, asegurando que la pregunta de Marr resultaba impertinente y que el periodista carecía por completo de sensibilidad. Marr se defendió asegurando que la salud del primer ministro, su superior, aunque de forma indirecta, es un asunto de suma importancia para el país. Columnistas de todos los medios entraron en el debate.


Desde mi prueba médica, la legislación británica ha evolucionado, favoreciendo al empleado. Los empresarios no suelen recurrir a estos exámenes, ya que saben que si rechazan a alguien por estas pruebas, tienen todas las de perder. Pero, al mismo tiempo, la reticencia de los empleados a hablar de su salud en el trabajo ha desaparecido. En los pasillos de la redacción escuché hace poco a dos mujeres que hablaban a voz en grito de los síntomas de la menopausia.


Por televisión también se emiten programas en los que los famosos hablan sin tapujos de estos temas. No obstante, a pesar de esta actitud de aperturismo, el problema más grave de todos, la salud mental, sigue siendo un tabú. Aunque hay un sinfín de debates en los que se menciona la tensión que sufrimos en el trabajo y sus efectos en nuestro estado de ánimo, no estamos dispuesto a reconocer que padece síntomas relacionados con enfermedades mentales. Hacerlo sería mostrar nuestras debilidades y, en el entorno laboral, está mucho peor visto que la pereza o la falta de honestidad.


Sólo recuerdo a cuatro personas, y tres de ellas no cuentan, que hayan reconocido ante la opinión pública que padecían algún tipo de trastorno mental. Stephen Fry admitió en televisión que sufría trastorno bipolar, pero, como es una leyenda nacional, su relato no cuenta porque a las leyendas nacionales se les consiente todo. Después está Alastair Campbell, ex jefe de prensa de Tony Blair, cuyas declaraciones tampoco cuentan porque, dada su fama de duro, el hecho de mostrar una pequeña debilidad lo hace parecer más humano.


Luego está el primer ministro noruego, Kjell Magne Bondevik, que reconoció que la tensión del trabajo le había provocado una depresión y necesitaba tomarse un tiempo. Tampoco cuenta porque es noruego y Noruega es, evidentemente, mucho más civilizado en estos temas. Por último está Lord Stevenson, que, cuando era presidente de HBOS reconoció haber tenido un par de episodios de depresión. Sus declaraciones fueron valientes y, en su caso, sí cuentan: los empresarios, aseguró, deberían ser mucho más comprensivos. Por desgracia, no lo son.


Lo cierto es que, dada la ignorancia y aprensión hacia la salud metal, al final es casi más recomendable evitar el tema. Tenemos poca idea de lo que pasa por la cabeza de nuestros compañeros de profesión o de cómo se las apañan en el día a día. Los actuales directivos están sometidos a una enorme carga de estrés, tienen tantos viajes y tantos problemas, que uno puede pensar que la única respuesta sensata para poder con todo esto es atiborrarse a pastillas.


Si, en alguna reencarnación espantosa, me convirtiera en presidenta de un país o en consejera delegada, no tengo reparos en admitir que recurriría a betabloqueadores, somníferos o a cualquier tipo de pastilla que me ayudara a sobrellevar mejor la situación. He preguntado a un par de médicos si la mayor parte de los directivos del país recurren a algún tratamiento para poder funcionar. Su respuesta es no.


En su opinión, los trabajos de responsabilidad pueden afectar a la salud mental, pero no tanto como a sus subordinados o a, por ejemplo, cualquier desempleado. Un médico, que en su día trabajó en una cadena de grandes almacenes, me confesó que los problemas más graves, con diferencia, los padecían los chóferes de la empresa. Sea como fuere, sólo en Reino Unido se prescriben anualmente 36 millones de recetas de medicamentos para ayudar a la gente a seguir adelante con sus vidas. Lo que resulta más sorprendente no es que Marr se atreviera a preguntar al primer ministro si tomaba pastillas, sino el hecho de que la gente se escandalizara por ello.


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